domingo, 18 de abril de 2021

LA PRAXIS ANARQUISTA

 


A los ojos de observadores superficiales, nunca hubo en la historia política una paradoja tan grande como la que sucedió durante la guerra civil española cuando cuatro prestigiosos anarquistas aceptaron, no sin presiones e incluso dudas personales, ocupar los cargos de ministros del gobierno de la II República: Federica Montseny, ministra de Sanidad, Juan Peiró, ministro de Trabajo, Juan López, ministro de Comercio y Juan García, ministro de Interior, contravinieron la máxima de todo ortodoxo anarquista que se precie: el no gobernar bajo ningún concepto, ni tan siquiera cuando lo que se estaba intentando era recuperar el gobierno constitucional, olvidando poner en práctica innovadores proyectos de aquella época como la ley de parejas de hecho, la de adopción, exenciones penales, uso de pisos desocupados, alquileres protegidos o comedores sociales, son propuestas que hoy en día a algunos les parecen novedosas.

Se han perdido muchos años en hacer avanzar la sociedad por dogmatismos hieráticos y dando por hecho que hay determinadas opiniones que no deben sucumbir a los resultados prácticos por muy loables que sean. Aparece de nuevo la posible crítica de una actuación utilitarista como freno a intentos de progreso y bienestar social compartido, y con ello, todos los ataques que especialmente Stuart Mill ha recibido por establecer como único criterio moral la felicidad, que por otra parte es “el criterio”, con la trascendente salvedad que los medios son también elementos integrantes del fin, pero dicho esto, quisiera centrarme por su condición de mujer en una ministra que no lo quería ser: Federica Montseny.

Federica nació en Madrid en 1905 y, como ella misma indicó, fue “una figura conocida en la CNT a causa de la gira de conferencias y mítines realizados, sobre todo después de la proclamación de la República”, se consideraba una feminista cuando en realidad no aceptaba las premisas del feminismo activo: “... ¿Feminismo? ¡Jamás! ¡Humanismo siempre! …”, el voto para la mujer le parecía abominable (asunto que merece análisis propio), el amor libre lo consideraba materialista, la maternidad le parecía trascendental en la mujer, en definitiva, lo que venía a destacar con todo ello es que cuando el hombre fuera liberado de todas sus ataduras sociales, también lo sería la mujer, así entendía ella ser feminista. Pero, con igual singularidad, analizaba lo que había ocurrido en Rusia con el marxismo, hablaba de este país como mísero, hambriento y desprovisto de la construcción íntima de principios morales y espirituales, de aquello en lo que España estaba más evolucionada, el comunismo solo satisfacía necesidades primitivas del cuerpo.

Vemos pues, como destacadas figuras anarquistas han intentado llevar a la práctica ideas que otros tildaban de utópicas. Federica escribió: “... Desde el punto de vista de las ideas, el anarquismo no tiene nada que rectificar (…) Pueden y deben, eso sí, esforzarse en extender su radio de acción y de influencia entre todas las clases de la sociedad (…) ampliando sus métodos y dando multiplicidad a sus tácticas, organizando su enorme fuerza espiritual y trabajando con la psicología de las multitudes. Al lado del filósofo, del revolucionario, del místico, del vengador, del militante obrero, han de crearse y adquirir fuerza y desarrollo la figura humana del organizador y la personalidad colectiva de la organización …”.

Hay voces que desde visiones libertarias no ven en el “organizador” un ser erradicable, tirano y déspota por condición, sino que pueden existir personas que solidarias y con innatas virtudes organizativas modelen sociedades bajo el control de los demás, siempre sometidas a los rigores propios de sistemas de mayorías y siempre con valores críticos, fruto de la educación como elemento trascendental en una sociedad de futuro.

De entre los movimientos anarquistas el anarcocapitalismo fue un serio intento de praxis política, como una de las pocas corrientes que han pretendido plasmar su pensamientos con la puesta en práctica de sus teorías y, aunque la corriente como tal toma carta de naturaleza en periodos recientes, sistemas con ideas parecidas han subsistido anteriormente, así la Irlanda céltica (650-1650) era una sociedad donde los tribunales y la ley eran en gran medida libertarios y operaban formalmente sin un Estado. Esta sociedad persistió durante aproximadamente un millar de años, hasta la conquista brutal por parte de Inglaterra en el siglo XVII, y a diferencia de otras tribus primitivas similares en su funcionamiento como los ibos en África Occidental, la Irlanda preconquistada no fue en modo alguno una sociedad “primitiva”: era una sociedad muy compleja que fue, durante siglos, la más avanzada, más estudiosa y más civilizada de todas en Europa Occidental, se escribió de ella que “No había legislador, ni oficiales de justicia, ni policía, ni aplicación pública de la justicia … No había rastro de justicia administrada por el Estado”.

El anterior caso no fue aislado y se podría hablar con igual interés de Rhode Island (1636-1648) donde el religioso Roger Williams fundó Providence que lejos del puritanismo de otras congregaciones estableció una convivencia basada en la toma de decisiones comunes. Albemarle en la actual Carolina del Norte con una sociedad cuasianarquista, Santo Experimento (los cuáqueros) en Pennsylvania, el llamado Lejano Oeste Americano con unas leyes definidas por las costumbres locales y del que las películas han hecho de él un lugar regido por la violencia, lejos de la realidad y de los índices de delincuencia inferiores a los del “civilizado” Este. Por último, el curioso ejemplo de Laissez Faire City, intento fallido de construir un país con una sociedad anarcocapitalista donde Hong Kong era una guía y que, cuando fracasó, algunos miembros se trasladaron a Costa Rica, donde el Estado es relativamente débil, no hay ejército permanente y la interferencia de los poderes públicos se puede “comprar”. Vemos que otras sociedades son posibles, lo difícil es mantenerlas.

 

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