A los
ojos de observadores superficiales, nunca hubo en la historia política una
paradoja tan grande como la que sucedió durante la guerra civil española cuando
cuatro prestigiosos anarquistas aceptaron, no sin presiones e incluso dudas
personales, ocupar los cargos de ministros del gobierno de la II República: Federica
Montseny, ministra de Sanidad, Juan Peiró, ministro de Trabajo, Juan
López, ministro de Comercio y Juan García, ministro de Interior,
contravinieron la máxima de todo ortodoxo anarquista que se precie: el no
gobernar bajo ningún concepto, ni tan siquiera cuando lo que se estaba
intentando era recuperar el gobierno constitucional, olvidando poner en
práctica innovadores proyectos de aquella época como la ley de parejas de
hecho, la de adopción, exenciones penales, uso de pisos desocupados, alquileres
protegidos o comedores sociales, son propuestas que hoy en día a algunos les
parecen novedosas.
Se han
perdido muchos años en hacer avanzar la sociedad por dogmatismos hieráticos y
dando por hecho que hay determinadas opiniones que no deben sucumbir a los
resultados prácticos por muy loables que sean. Aparece de nuevo la posible
crítica de una actuación utilitarista como freno a intentos de progreso y
bienestar social compartido, y con ello, todos los ataques que especialmente Stuart
Mill ha recibido por establecer como único criterio moral la felicidad, que
por otra parte es “el criterio”, con la trascendente salvedad que los medios
son también elementos integrantes del fin, pero dicho esto, quisiera centrarme
por su condición de mujer en una ministra que no lo quería ser: Federica
Montseny.
Federica nació en Madrid
en 1905 y, como ella misma indicó, fue “una figura conocida en la CNT a causa
de la gira de conferencias y mítines realizados, sobre todo después de la
proclamación de la República”, se consideraba una feminista cuando en realidad
no aceptaba las premisas del feminismo activo: “... ¿Feminismo? ¡Jamás!
¡Humanismo siempre! …”, el voto para la mujer le parecía abominable (asunto que
merece análisis propio), el amor libre lo consideraba materialista, la
maternidad le parecía trascendental en la mujer, en definitiva, lo que venía a
destacar con todo ello es que cuando el hombre fuera liberado de todas sus
ataduras sociales, también lo sería la mujer, así entendía ella ser feminista.
Pero, con igual singularidad, analizaba lo que había ocurrido en Rusia con el
marxismo, hablaba de este país como mísero, hambriento y desprovisto de la
construcción íntima de principios morales y espirituales, de aquello en lo que
España estaba más evolucionada, el comunismo solo satisfacía necesidades
primitivas del cuerpo.
Vemos pues, como
destacadas figuras anarquistas han intentado llevar a la práctica ideas que
otros tildaban de utópicas. Federica escribió: “... Desde el punto de vista de
las ideas, el anarquismo no tiene nada que rectificar (…) Pueden y deben, eso
sí, esforzarse en extender su radio de acción y de influencia entre todas las
clases de la sociedad (…) ampliando sus métodos y dando multiplicidad a sus
tácticas, organizando su enorme fuerza espiritual y trabajando con la
psicología de las multitudes. Al lado del filósofo, del revolucionario, del
místico, del vengador, del militante obrero, han de crearse y adquirir fuerza y
desarrollo la figura humana del organizador y la personalidad colectiva de la organización …”.
Hay voces que desde
visiones libertarias no ven en el “organizador” un ser erradicable, tirano y
déspota por condición, sino que pueden existir personas que solidarias y con
innatas virtudes organizativas modelen sociedades bajo el control de los demás,
siempre sometidas a los rigores propios de sistemas de mayorías y siempre con
valores críticos, fruto de la educación como elemento trascendental en una
sociedad de futuro.
De entre los movimientos
anarquistas el anarcocapitalismo fue un serio intento de praxis
política, como una de las pocas corrientes que han pretendido plasmar su
pensamientos con la puesta en práctica de sus teorías y, aunque la corriente
como tal toma carta de naturaleza en periodos recientes, sistemas con ideas parecidas
han subsistido anteriormente, así la Irlanda céltica (650-1650) era una
sociedad donde los tribunales y la ley eran en gran medida libertarios y
operaban formalmente sin un Estado. Esta sociedad persistió durante
aproximadamente un millar de años, hasta la conquista brutal por parte de
Inglaterra en el siglo XVII, y a diferencia de otras tribus primitivas
similares en su funcionamiento como los ibos en África Occidental,
la Irlanda preconquistada no fue en modo alguno una sociedad “primitiva”: era
una sociedad muy compleja que fue, durante siglos, la más avanzada, más
estudiosa y más civilizada de todas en Europa Occidental, se escribió de ella
que “No había legislador, ni oficiales de justicia, ni policía, ni aplicación
pública de la justicia … No había rastro de justicia administrada por el
Estado”.
El anterior caso no fue
aislado y se podría hablar con igual interés de Rhode Island (1636-1648)
donde el religioso Roger Williams fundó Providence que lejos del
puritanismo de otras congregaciones estableció una convivencia basada en la
toma de decisiones comunes. Albemarle en la actual Carolina del Norte
con una sociedad cuasianarquista, Santo Experimento (los cuáqueros)
en Pennsylvania, el llamado Lejano Oeste Americano con unas leyes
definidas por las costumbres locales y del que las películas han hecho de él un
lugar regido por la violencia, lejos de la realidad y de los índices de
delincuencia inferiores a los del “civilizado” Este. Por último, el curioso
ejemplo de Laissez Faire City, intento fallido de construir un país con
una sociedad anarcocapitalista donde Hong Kong era una guía y que, cuando
fracasó, algunos miembros se trasladaron a Costa Rica, donde el Estado es
relativamente débil, no hay ejército permanente y la interferencia de los
poderes públicos se puede “comprar”. Vemos que otras sociedades son posibles,
lo difícil es mantenerlas.
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