Se
viene observando con cierta reiteración casi endémica, un bloqueo en el
correcto funcionamiento de las instituciones democráticas otorgadas como
garantes de nuestro sistema político, y que nos obliga a realizar una reflexión
colectiva sobre cómo evitar esta disfunción.
Bajo
la pretensión de no llevar el problema vía casuística, siempre propicia al
recurso fácil como argumento propio, debemos indagar en los verdaderos motivos
que originan dentro de la “clase política” el empecinamiento casi terapéutico
de paralizar el fluido funcionamiento institucional de determinados órganos del
Estado, medida que adoptan en previsión de un futuro incierto cuando entra en
juego el sistema de mayorías para la toma de decisiones.
Por
falta de documentos, pero con referencias en las obras homéricas de la Ilíada
y la Odisea, la llamada Edad Oscura griega (1.200 al 800 a.e.c.)
ya hace mención a la figura del wasileus, al que algunos
historiadores asimilan a la del Rey, como personaje preeminente entre los nobles
con funciones muy limitadas y sin responsabilidad en la toma de decisiones.
Eran los gerontes o ancianos, se debían superar los 50 años para
pertenecer a este grupo nobiliario, los que como una de las secciones
asamblearias junto a la de hombres libres, ostentaban el poder de discusión,
los que decidían en caso de un desacuerdo importante por no existir un sistema
de votación como el actual, quedando reducidas las funciones del wasileus al
caudillaje militar o como oferente religioso, propias de un cargo vitalicio y
hereditario que podían sustituir ante la incapacidad de éste.
También
la monarquía del periodo romano del 753 al 509 a.e.c., en la Hispania Visigoda,
el Sacro Imperio Romano, y en nuestros días países como Samoa o Malasia, han
elegido y siguen eligiendo a sus monarcas mediante votaciones, con lo que la
involución en la institución monárquica hacia una monarquía hereditaria ha
planteado múltiples problemas relativos al orden sucesorio o a los desmanes o
incompetencia de los poseedores de la corona.
Dejando
a un lado las monarquías parlamentarias y la posición de influencers de
los reyes, los miembros del resto de poderes del Estado en la clásica división
de Montesquieu, ya tratada por pensadores como Alexander Hamilton,
Rousseau o John Locke, son elegidos de forma diferente según se
trate del poder legislativo por sufragio universal, del poder ejecutivo por el
parlamento y del poder judicial por un sistema de mayorías cualificadas de
diputados y senadores entre jueces y juristas de reconocida competencia y que
dirigen el órgano de gobierno de los éstos, el Consejo General del Poder
Judicial (CGPJ), por lo menos así ocurre en nuestro país.
Si
desde el derecho comparado el sistema de elección del órgano de gobierno de los
jueces va desde la inexistencia alemana de algo parecido al CGPJ, asumiendo sus
funciones los Ministerios de Justicia de los Bundesländer o el gobierno Federal
con un Tribunal Constitucional como autoridad judicial supervisora, hasta el Consejo
Superior de la Magistratura francesa con la participación directa del
presidente de la República y del ministro de Justicia, pasando por el modelo de
meritoriaje inglés solo renovados los cargos por jubilación de sus miembros, o
el modelo italiano con una participación importante de las asociaciones profesionales
de jueces, vemos que no existe una única forma de elegir o sustituir los miembros
del poder judicial, rasgo extensible al
resto de instituciones del Estado, o incluso, a instancias inferiores de
los mismos.
Solo
desde modelos mixtos en los que no priven ni los intereses partidistas ni los
intereses endogámicos a la hora de cubrir vacantes o renovaciones de los
puestos de las instituciones, se puede superar la paralización del
funcionamiento eficiente en los órganos colegiados, contando siempre con la
preeminencia de las mayorías y con la alternancia como objetivo valorable.