El
Estado, considerado en nuestros días como expresión de modernidad, signo de
progreso, la razón en acto, es centro de las discusiones y de los debates más
violentos. Podemos afirmar que la entidad Estado se mantiene en todos los
países, con ligeros matices, como medio regulador de las relaciones entre los
ciudadanos, dejando al margen situaciones de inestabilidad en determinadas
zonas del mundo y provocadas justamente por el intento de implantarlo con unas
concretas directrices políticas.
No
cabe duda de que el Estado, en su concepción actual, el Estado de la Edad
Moderna, aglutina en uno todos los poderes públicos, es el resultado de una
evolución lenta por la superación de las divergencias surgidas y, sin embargo,
ello no nos debe hacer pensar que esa continuidad no tenga un punto de ruptura
significativo: el diferente tipo de relación del individuo frente al mismo. En
el Estado antiguo no existía una conciencia clara de una exigencia
jurídico-positiva para el reconocimiento de una parcela propia de libertad del
ciudadano, incluso aunque las restricciones fueran mucho menores que hoy, pero
en la época moderna, hasta en reinados absolutistas despóticos, nunca dejó de
considerarse al individuo portador de derechos frente al Estado. Dicho esto, el
debate se sitúa en por qué el individuo debe someter su voluntad a la de otro
en aras de un supuesto bien común, por qué la existencia de un Estado como
poder coactivo que reprima deseos particulares, por qué nos debemos sacrificar
por los otros, en definitiva, cuestiones que no descansan sobre el ser de la
cosas sino sobre el deber ser, estamos en el mundo de lo práctico sacrificando
voluntades y de ahí la obligación de los teóricos del Estado en probar la
necesidad de una institución que, desde posturas anarquistas y socialistas, se
niega; no basta con considerarlo un fenómeno histórico, que por ello puede
perder su vigencia, necesita una justificación que ha pasado de lo filosófico
especulativo, que llegó hasta la segunda mitad del S.XIX, a lo puramente
positivista, y por ende, a la existencia histórica como argumentadora,
razonamiento de poco peso porque si no es desde la Ética, difícilmente se podrá
sostener la necesidad de algo superior al individuo, y al propio Estado y su
derecho.
Por su
trascendencia, debemos detenerlos en las diversas justificaciones que se han
dado a esta entidad porque de sus críticas surgirán los apoyos que tendrán
posiciones contrarias a su existencia, y lo haremos primeramente en la
justificación religiosa, Dios o la Providencia divina fundamentan su
reconocimiento y, aunque nos pudiera parecer algo más propio de otros tiempos,
aun se sigue argumentando por la coincidencia de comunidad religiosa y
comunidad del Estado tal como sucedía en la Grecia y Roma antiguas. Por lo que
respecta al cristianismo se puede decir, siguiendo a San Agustín, que el Estado
terrenal fue permitido o tolerado por Dios de igual manera que el pecado,
ocupando un lugar en el esquema divino, y solo tiene justificación como
servidor a los intereses de Dios. Esta idea fue sostenida durante la Edad Media
e incluso sirve de argumentario a parte de la ortodoxia protestante de nuestros
días, ante lo cual, poco se puede discutir, en cualquier caso, esta teoría
agustiniana, que tuvo momentos violentos ( Gregorio VII llegó a tomar las armas contra el propio
Emperador), bajó en intensidad y fue suavizada con la teoría de las dos
espadas, la espiritual para el Papa, la terrenal para el Emperador, pero si la
una es de la Iglesia, la otra sirve para la Iglesia, se puede decir que es más
de lo mismo.
En la
época moderna no es tan solo la institución del Estado en general, sino que
también es objeto de argumentación teológica la forma del mismo, y en palabras
de un gran teórico como G. Jellinek (Leipzig 16 de junio de 1851 – Heidelberg
12 de enero de 1911): “de las doctrinas eclesiásticas no se puede sacar
conclusión alguna de estricto carácter político, ya que en cada época los
partidos religiosos más opuestos han derivado de premisas teológicas, los
principios que les eran más favorables”. Quedémonos con esta argumentación y
pasemos a otras de mayor calado intelectual, pensando en aquellas que hacen de
una supuesta ley natural, irrefutable e inexorable, que unos dominen a otros,
que los fuertes dominen a los débiles por pura condición humana, reminiscencias
de dudosas interpretaciones de teorías evolucionistas y que sitúa la necesidad
el Estado en la necesidad de reprimir a unos
miembros de la especie humana contra otros más débiles, ya por su
condición física, ya por su condición psicológica, ya por su ideario
personal, en definitiva, por elevar a
Hobbes a la categoría de visionario y a su, en teoría antagónico Rousseau, a la
de redactor contractual. Hablamos de lo que algunos autores denominan la teoría
de la fuerza que encuentra en los hechos históricos su mayor argumento ya que
no debemos olvidar que la constitución de muchos Estados parte de conflictos
bélicos, son hechos consumados de una concepción empírico-mecanicista que no
pretende luchar contra la lógica de la naturaleza pero que olvida que
justamente, eso que consideran inevitable, es lo que hace la cultura: vencer o
idealizar la naturaleza.
Otras
teorías justificativas pueden englobarse en las que se denominan teorías
jurídicas, producto del Derecho, de un orden jurídico precedente, fundamentan
el Estado sobre el derecho de familia o patriarcal, sobre el orden de la
propiedad o teoría patrimonial, o sobre la más importante de las teorías
jurídicas, la teoría del contrato social como producto de la unión de consuno
de los hombres, según atinada clasificación del citado G. Jellinek que
escribiendo sobre esta última remonta su origen a las ideas de libertad
consustancial del hombre que apuntó Locke, y Rousseau refundió trasladando la
libertad individual a una voluntad general consentida que sometía al resto de
voluntades.
Concluiremos
englobando teorías de corte menos pragmático que van desde consideraciones
éticas, de las que participan en el fondo las religiosas, a consideraciones de
tipo psicologicista, de las que también participan en el fondo las
consuetudinarias, necesidad histórica del Estado por cuanto fuera del hombre no
es posible su existencia.
Hemos
visto que se le dan al Estado distintos argumentos, no todos ellos seriamente
meditados, para que se implante como una necesidad incuestionable, no debemos
plantearnos ni siquiera la idea de su posible inexistencia, todo está montado
así y contra ello lo único que surgiría es el caos, el desorden, la anarquía
(utilizando aquí el término en una acepción combatida pero que clarifica mi
razonamiento), porque es allí donde nos lleva su destrucción. Pero lo que
caracteriza a todo este tipo de planteamientos es el bordear el límite que
separa la justificación de la necesidad con la propia necesidad misma, con el
fin de garante del orden y la convivencia pacífica, dejando a un lado los
escrúpulos racionalistas que tanto gustaban a Rousseau esgrimir incluso en
temas de fe. Lo que subyace en el fondo son teorías de corte positivista e
influencias utilitaristas que han ido evolucionando en cuanto a la importancia
dadas en uno u otro momento de la Historia, siendo en cualquier caso el fin
último justificable, el poder coercitivo del Estado contra los ciudadanos
cuando se requiere de su empleo.