domingo, 18 de julio de 2021

EL ULTRAJE A LO JUSTO





¡Qué flaco favor se hace a la Justicia! ¡Qué agravio a nuestros clásicos si vieran la afrenta que se comete a lo justo! Sócrates, intermediado por Platón, sostenía que la justicia es algo más precioso que el oro, mientras que Aristóteles afirmaba que ni la estrella vespertina, ni el lucero del alba, son tan maravillosos como la Justicia. 
En determinadas ocasiones la actualidad manda y algunos no podemos contener la indignación que resoluciones de altos órganos jurisdiccionales provocan con sus decisiones controvertidas por injustificadas. El literal del art. 4º de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio no puede ser más claro, diáfano, indubitado, sin interpretación alguna por mucho reconocimiento profesional que rodee al ponente y concordantes: "El Gobierno, en uso de las facultades que le otorga el artículo ciento dieciséis, dos, de la Constitución podrá declarar el estado de alarma, en todo o parte del territorio nacional, cuando se produzca alguna de las siguientes alteraciones graves de la normalidad....b) Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves...".
Como práctico del derecho que fui, y que sigue los acontecimientos judiciales con un interés propio de quien no dejará de ser un apasionado perpetuo, no comprende como la politización de la Justicia llega a impregnar decisiones que nuestra legislación deja meridianamente claras cuando establece el orden de prelación de las fuentes del Derecho: "la ley, la costumbre y los principios generales del derecho", y que las leyes se interpretarán "según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas". Todo lo que establece nuestro Código Civil es desvirtuado por algunos de los intérpretes supremos de nuestra Carta Magna y de las normas de desarrollo. No se necesita ser experto en Derecho para detectar que la división de poderes de Montesquieu tiene que ser reinterpretada pero, en ningún caso, desvirtuada por el afán expansionista del poder político.
¡Cómo puede entenderse que el estado de excepción, por permitir mayor restricción de derechos fundamentales, era el propio de la situación que vivíamos cuando se declaró la pandemia! El lenguaje tecnicista utilizado, común en el resto de actividades profesionales, no es solo un instrumento de economía procesal, tampoco un recurso al corporativismo, sino que es un medio de simplificar la diversidad y complejidad de los problemas que se abordan desde el mundo del Derecho, donde las soluciones se vuelven imposibles de agradar a todos los intervinientes. Esta reducción de la literatura jurídica a los términos concretos que fijan la controversia, no puede ser justificativa de resoluciones judiciales que atentan, no ya solo contra la justicia universal tan denostada y puesta en entredicho por muchos filósofos del Derecho, sino con la justicia material. Como explicar, si no es desde el interés, que la forma de combatir los trastornos que provoca una pandemia como la del Covid-19 no tiene otro marco legal que el del estado de alarma.
Nos lo dice nuestra Constitución, nuestras leyes orgánicas y hasta nuestra razón crítica que, como decía el filósofo judío alemán miembro de la Escuela de Fráncfort Max Horkheimer,  es la razón que debemos buscar frente lo que habitualmente recibe su nombre y, sin embargo, no nos ha llevado a buscar verdades que guíen u orienten la búsqueda de la autonomía y libertad, sino que se ha transformado en razón instrumental, herramienta de dominio y explotación de la naturaleza y de unos, de unas, sobre el resto.
Es tremendamente difícil de fijar los límites de los poderes públicos a la hora de restringir derechos individuales universales, también objeto de discusión filosófica, pero sí es imperioso que nos demos criterios que intenten ser generalistas, las leyes no son sino el reflejo de la necesidad de convivencia, de soportarnos, no las convirtamos en finés en sí, no las convirtamos en noúmeno, lo que Kant llamaba la cosa en sí, como aquello que está tras los muros del conocimiento posible y de la experiencia. Las circunstancias concretas de cada situación y momento fijan las normas presentes.
Los juristas no solo existen porque deban esclarecer los hechos, también tienen como función la interpretación de las normas, interpretación pautada, no arbitraria, y la objetividad posible, dentro de la visión individualista de cada uno, debe superar la argumentación autocomplaciente que acalla conciencias desde la comodidad de determinadas decisiones. Las resoluciones judiciales no se dictan automáticamente, los jueces no comen hechos y cagan sentencias, ¡con perdón! Todo está abierto a discusión salvo lo indiscutible, y eso también es revisable, pero solo desde decisiones no interesadas, sinceras, se salva el obstáculo de anteponer nuestro beneficio camuflado en resoluciones difícilmente justificables desde todo argumentario jurídico.
Se habla mucho, generalmente para criticarlo, la diversidad de posturas de los jueces ante hechos parecidos, ante situaciones semejantes, pero ahí está el criterio que debe seguirse desde la lógica personal, desde la autonomía del órgano judicial, desde el estado descentralizado que nos hemos dado, ya llegará el tribunal superior que unifique doctrina. Nunca existen dos situaciones idénticas, razón de ser de la existencia de personas que aplican las leyes, las interpretan, las ejecutan, y de todas aquellas que intervienen en los procesos: abogados, procuradoras, peritos, secretarias judiciales y resto de funcionarios y funcionarias públicos, si fuera algo mecánico no tendría razón de ser este gigantesco engranaje de la Justicia; dame un potente procesador, un eficiente algoritmo y te daré una sentencia justa, ¡esto es impensable!
Existen voces dentro de la judicatura que viendo este peligro de intervencionismo en la justicia, ya detectado desde hace mucho tiempo, temen se enquiste y sea mal endémico de uno de los poderes fundamentales del Estado. El que jueces de tribunales unipersonales no quieran ascender en la carrera judicial incorporándose a magistraturas, es síntoma inequívoco que la independencia que debe regir la actuación individual de un juez, como generalmente ocurre, pierde su rectitud inconsciente o consentida cuando pasan a formar parte de órganos colegiados permeables a presiones políticas. Seguiremos atentos al tema por sus implicaciones filosófico-jurídicas, de las políticas también seguiremos pendientes, pero desde otros foros.



 









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