sábado, 27 de febrero de 2021

¿LA NECESIDAD DE UN ESTADO?

 

 





El Estado, considerado en nuestros días como expresión de modernidad, signo de progreso, la razón en acto, es centro de las discusiones y de los debates más violentos. Podemos afirmar que la entidad Estado se mantiene en todos los países, con ligeros matices, como medio regulador de las relaciones entre los ciudadanos, dejando al margen situaciones de inestabilidad en determinadas zonas del mundo y provocadas justamente por el intento de implantarlo con unas concretas directrices políticas.

No cabe duda de que el Estado, en su concepción actual, el Estado de la Edad Moderna, aglutina en uno todos los poderes públicos, es el resultado de una evolución lenta por la superación de las divergencias surgidas y, sin embargo, ello no nos debe hacer pensar que esa continuidad no tenga un punto de ruptura significativo: el diferente tipo de relación del individuo frente al mismo. En el Estado antiguo no existía una conciencia clara de una exigencia jurídico-positiva para el reconocimiento de una parcela propia de libertad del ciudadano, incluso aunque las restricciones fueran mucho menores que hoy, pero en la época moderna, hasta en reinados absolutistas despóticos, nunca dejó de considerarse al individuo portador de derechos frente al Estado. Dicho esto, el debate se sitúa en por qué el individuo debe someter su voluntad a la de otro en aras de un supuesto bien común, por qué la existencia de un Estado como poder coactivo que reprima deseos particulares, por qué nos debemos sacrificar por los otros, en definitiva, cuestiones que no descansan sobre el ser de la cosas sino sobre el deber ser, estamos en el mundo de lo práctico sacrificando voluntades y de ahí la obligación de los teóricos del Estado en probar la necesidad de una institución que, desde posturas anarquistas y socialistas, se niega; no basta con considerarlo un fenómeno histórico, que por ello puede perder su vigencia, necesita una justificación que ha pasado de lo filosófico especulativo, que llegó hasta la segunda mitad del S.XIX, a lo puramente positivista, y por ende, a la existencia histórica como argumentadora, razonamiento de poco peso porque si no es desde la Ética, difícilmente se podrá sostener la necesidad de algo superior al individuo, y al propio Estado y su derecho.

Por su trascendencia, debemos detenerlos en las diversas justificaciones que se han dado a esta entidad porque de sus críticas surgirán los apoyos que tendrán posiciones contrarias a su existencia, y lo haremos primeramente en la justificación religiosa, Dios o la Providencia divina fundamentan su reconocimiento y, aunque nos pudiera parecer algo más propio de otros tiempos, aun se sigue argumentando por la coincidencia de comunidad religiosa y comunidad del Estado tal como sucedía en la Grecia y Roma antiguas. Por lo que respecta al cristianismo se puede decir, siguiendo a San Agustín, que el Estado terrenal fue permitido o tolerado por Dios de igual manera que el pecado, ocupando un lugar en el esquema divino, y solo tiene justificación como servidor a los intereses de Dios. Esta idea fue sostenida durante la Edad Media e incluso sirve de argumentario a parte de la ortodoxia protestante de nuestros días, ante lo cual, poco se puede discutir, en cualquier caso, esta teoría agustiniana, que tuvo momentos violentos ( Gregorio VII  llegó a tomar las armas contra el propio Emperador), bajó en intensidad y fue suavizada con la teoría de las dos espadas, la espiritual para el Papa, la terrenal para el Emperador, pero si la una es de la Iglesia, la otra sirve para la Iglesia, se puede decir que es más de lo mismo.

En la época moderna no es tan solo la institución del Estado en general, sino que también es objeto de argumentación teológica la forma del mismo, y en palabras de un gran teórico como G. Jellinek (Leipzig 16 de junio de 1851 – Heidelberg 12 de enero de 1911): “de las doctrinas eclesiásticas no se puede sacar conclusión alguna de estricto carácter político, ya que en cada época los partidos religiosos más opuestos han derivado de premisas teológicas, los principios que les eran más favorables”. Quedémonos con esta argumentación y pasemos a otras de mayor calado intelectual, pensando en aquellas que hacen de una supuesta ley natural, irrefutable e inexorable, que unos dominen a otros, que los fuertes dominen a los débiles por pura condición humana, reminiscencias de dudosas interpretaciones de teorías evolucionistas y que sitúa la necesidad el Estado en la necesidad de reprimir a unos  miembros de la especie humana contra otros más débiles, ya por su condición física, ya por su condición psicológica, ya por su ideario personal,  en definitiva, por elevar a Hobbes a la categoría de visionario y a su, en teoría antagónico Rousseau, a la de redactor contractual. Hablamos de lo que algunos autores denominan la teoría de la fuerza que encuentra en los hechos históricos su mayor argumento ya que no debemos olvidar que la constitución de muchos Estados parte de conflictos bélicos, son hechos consumados de una concepción empírico-mecanicista que no pretende luchar contra la lógica de la naturaleza pero que olvida que justamente, eso que consideran inevitable, es lo que hace la cultura: vencer o idealizar la naturaleza.

Otras teorías justificativas pueden englobarse en las que se denominan teorías jurídicas, producto del Derecho, de un orden jurídico precedente, fundamentan el Estado sobre el derecho de familia o patriarcal, sobre el orden de la propiedad o teoría patrimonial, o sobre la más importante de las teorías jurídicas, la teoría del contrato social como producto de la unión de consuno de los hombres, según atinada clasificación del citado G. Jellinek que escribiendo sobre esta última remonta su origen a las ideas de libertad consustancial del hombre que apuntó Locke, y Rousseau refundió trasladando la libertad individual a una voluntad general consentida que sometía al resto de voluntades.

Concluiremos englobando teorías de corte menos pragmático que van desde consideraciones éticas, de las que participan en el fondo las religiosas, a consideraciones de tipo psicologicista, de las que también participan en el fondo las consuetudinarias, necesidad histórica del Estado por cuanto fuera del hombre no es posible su existencia.

Hemos visto que se le dan al Estado distintos argumentos, no todos ellos seriamente meditados, para que se implante como una necesidad incuestionable, no debemos plantearnos ni siquiera la idea de su posible inexistencia, todo está montado así y contra ello lo único que surgiría es el caos, el desorden, la anarquía (utilizando aquí el término en una acepción combatida pero que clarifica mi razonamiento), porque es allí donde nos lleva su destrucción. Pero lo que caracteriza a todo este tipo de planteamientos es el bordear el límite que separa la justificación de la necesidad con la propia necesidad misma, con el fin de garante del orden y la convivencia pacífica, dejando a un lado los escrúpulos racionalistas que tanto gustaban a Rousseau esgrimir incluso en temas de fe. Lo que subyace en el fondo son teorías de corte positivista e influencias utilitaristas que han ido evolucionando en cuanto a la importancia dadas en uno u otro momento de la Historia, siendo en cualquier caso el fin último justificable, el poder coercitivo del Estado contra los ciudadanos cuando se requiere de su empleo.

 

 

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